miércoles, 25 de marzo de 2009

Irina Ionesco o no sin mi hija

Irina Ionesco (París, 1935) se dio a conocer como fotógrafa en la prestigiosa revista Photo. En 1974 realizó su primera exposición en la sala Nikon de París y tres años más tarde ya era la artista del año en el anuario fotográfico de Times-Life.

Fundamentalmente conocida por sus retratos eróticos de su hija prepúber, el talento de Ionesco ha sido cuestionado en más de una ocasión. Pero no cabe duda de que esta controvertida fotógrafa ha entrado por derecho propio en la historia de la fotografía.

Ionesco consiguió hacerse un hueco en el exclusivo star sistem cultural francés de los 70 y contar con la aprobación de los mandarines del momento. Así, el viejo disidente surrealista André Pieyre de Mandiargues escribió el prefacio Liliacées langoureuses aux Perfumes d'Arabie (1974) para un portfolio de la fotógrafa. Mandiargues, además de ser una figura histórica en las letras francesas, era un reconocido erotómano que atesoraba una de las más fascinantes colecciones de objetos y fotografías eróticas antiguas (como se puede comprobar en el corto de Walerian Borowczyk: Une collection particulière).

Por su parte, Robbe-Grillet, estrella indiscutible del influyente movimiento de la nouveau roman, colaboró con ella en el libro Temple aux Miroirs (1977). Ionesco se desplazó a Praga para tomar gran parte de las fotografías que aparecen en este libro. Allí, en el palacio de Alphonse Mucha, encontró el ambiente opresivo y decadente que buscaba para sus fotografías.

Los retratos que Ionesco realizó de Eva (1965) son quizá el testimonio de una compleja historia de vampirismo entre madre-hija. Presentados por primera vez en 1974, en el marco de un monográfico de la revista Photo, fueron recopilados en Eloge de ma fille (con prólogo del artista británico Grahm Ovenden, reconocido fotógrafo de jóvenes pubescentes).




Desde el punto de vista formal, estos retratos operan siempre a través de una suerte de reducción cosificadora: la expresión del sujeto representado queda relegada ante la irrupción del símbolo (el juego entre la inocencia y la perversión) el gesto (manierista, en escorzo) o el adorno (maquillaje, ligueros). El sujeto está preso en la codificación de los lenguajes que pesan sobre él. De esta forma, lo que queda de Eva ante la cámara no puede ser sino una suerte de pouppé, de fetiche erótico, distante e inaccesible.

Con su modo de representación, Ionesco abole toda posibilidad de comunicación entre el espectador y el sujeto representado: éste no tiene nada que decir, sólo está ahí para causar fascinación, pero siempre en tanto que se lo conciba como algo otro, inmerso en su absoluta alteridad y en la trama de lenguajes que encubren y desdibujan su singularidad.

Otras veces, la cámara se limita a provocar (como en la foto que muestra a Eva vestida con un traje de comunión en un burdel). Sin embargo, esto produce un nuevo distanciamiento, al reconocerse fácilmente el carácter de puesta en escena de la fotografía y su explícita intencionalidad.

Las figuras humanas que retrata Ionesco se pierden como cosas en medio de sus decorados: una pequeña Madame Edwarda, un ambiente prostibulario decadente, una estética art nouveau abigarrada, un erotismo asfixiante y recargado, pero al mismo tiempo vacío: pues no hay vida alguna que reflejar en estas fotos, todo está muerto como en un bazar.

Hans Bellber, La Poupée

Sea como fuere, el efecto histórico que tuvieron estas fotos fue el de convertir a la pequeña Eva en la nueva Lolita de los 70. Eva hizo su primera incursión en el cine con El quimérico inquilino, la adaptación de Polanski de la novela del escritor pánico Roland Topor. Y a partir de entonces, protagonizó una serie de mediocres películas soft porn, como la espeluznante Spermula o Maladolescenza. Ya en los 80, y a pesar de todos sus esfuerzos por reconducir su carrera como actriz, sus resultados siempre fueron más bien modestos: como si la propia Eva hubiera sido engullida de una vez para siempre por el mito erótico de su niñez (mención aparte merecería su intervención en el film L'Amoureuse del interesante realizador francés Jacques Doillon, quien en La chica de quince años ya se había acercado al tema de las lolitas, al relatar la pasión entre una adolescente y un cuarentón).

Revisando estos documentos, uno no puede menos que sentir asombro. Asombro ante un tiempo en el que las niñas de once años aparecían desnudas en la portada de Playboy y nadie parecía escandalizarse. Se nos antoja extraño un mundo no dominado por cierta idea enferma y culpable de la sexualidad. Por aquel entonces resonaban en Europa los últimos ecos de la revolución sexual (con sus hijos de las flores y el orgón del loco de Reich gravitando por los cielos). Eran tiempos de transgresión y de toda clase de desafíos estéticos y morales: hoy en día una legión de censores hubiera quemado a Ionesco (madre e hija) en la plaza pública.

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1 comentario:

  1. eso es arte, es belleza, quien diga lo contrario realmente esta pervertido, no teman apreciiar la belleza tanto si se sienten atraidos sexualmente de una niña como SI NO SE SIENTEN ATRAIDOS SEXUALMENTE no signfica que no puedan apreciar la belleza de esa niña..

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