En el montaje original de Roger Blin (en el Théàtre de Babylone, 1953) este árbol fue obra de Alberto Giacometti. La afinidad entre Beckett y Giacometti no es, por otra parte, casual. Los cuerpos horadados y resquebrajados de Giacometti expresan la mutilación y la ausencia que presiden la obra de Beckett.
En esta línea hermenéutica, Godot es fácilmente identificable con un Dios (God) que ha abandonado a sus criaturas pero que, de hecho, sigue detentando cierto carácter sotereológico. De ahí que los personajes le dirijan una “vaga súplica” con la esperanza de “salvarse”. Sin embargo, es el propio Beckett quien nos previene explícitamente contra este tipo de lecturas: “si supiera quién es Godot lo hubiera dicho”. La actitud de Beckett es clara: no se deben buscar símbolos allí donde no los hay. Por tanto, la figura de Godot nos remite, para ser fieles a Beckett, a lo innombrable y a la imposibilidad de superar su ausencia.
El texto de Esperando a Godot es un texto mínimo, reducido a lo esencial. Y lo esencial aquí, lo inevitable, no es más que la impotencia que produce espera:
-Vayámonos.
-No podemos.
-¿Por qué?
-Esperamos a Godot.
-Es cierto.
Todo lo demás es un pretexto para huir de esta constatación irrevocable, un encubrimiento que nos lo hará olvidar al tiempo que nos conducirá irrevocablemente hacia él. La palabra se ausenta, se apacigua y se deja seducir; se vuelve interminable, monstruosa, se patologiza. Aparecen los juegos lingüísticos: nombrar, insultarse, contar historias, etc. Hablar por hablar, hablar para no pensar. Un deseo de compañía. Pero al final, siempre reaparecerá el mismo texto una y otra vez. Imposible borrarlo, imposible escapar de su fatalidad. Sin embargo, es como si este hablar fuera en las obras de Beckett el único asidero de sus personajes a la vida (Lucky en el primer acto de Esperando a Godot, Winnie en Los días felices).
Beckett escribe esperando (en attendant): el propio título de la obra nos enfrenta ya a una espera sin final y sin retorno: la espera como territorio, la espera como un determinado paisaje de la ausencia. Esperar es, sin duda, una forma de morir. En ella no nos queda ya nada que hacer. Frente al paradigma del ser-en-el-tiempo heideggeriano, nos encontramos aquí ante la negación de toda temporalidad, porque el tiempo de la espera es irremediablemente otro tiempo: el tiempo del otro. El otro, cuya ausencia determina nuestra presencia como ausencia.
Por eso esperar a Godot es, para Vladimir y Estragón, una forma de estar sometidos a él y sometidos de un modo ilimitado y ciego. La ausencia de Godot hace de él algo incuestionable e incondicionado. Pozzo, especie de sosias de Godot es, debido a su presencia, contingente y vulgar; en realidad un ser al que Vladimir y Estragón desprecian. Frente al dominio ilimitado de Godot, vemos en Pozzo que su poder no va más allá de lo que Lucky puede. Pero Lucky, a diferencia de ellos, sólo está atado a su dueño por un lazo.
Fragmento de la versión cinematográfica de Michael Michael Lindsay-Hogg (2001)
La espera es la enfermedad del tiempo: todo se vuelve tiempo, un tiempo que no pasa y que contamina el espacio y lo reduce a la nada. Por eso esperar a Godot implica la imposibilidad de todo lo demás. Quizá tan sólo tratar de olvidarse de sí para evitar des-esperar, esto es, dejar de esperar: deseo de abolir la espera y una forma de hacerlo es ahorcarse del árbol.
La caída de la noche que separa los dos actos es también la caída del olvido, el signo latente de la disolución -de los cuerpos, las voces y los espacios. La noche lo borrará todo para que todo vuelva a suceder. De ahí la conocida crítica que Vivian Mercier hizo de esta pieza: "nada ocurre, dos veces". La similitud del segundo acto con el primero nos hace pensar en la imposibilidad de cualquier porvenir posible. En el tiempo detenido de la espera, esperar a Godot es ya en cierto sentido soportar su ausencia, pero también volverla insoportable. Vladimir y Estragón expresan esta dualidad. La frase de Estragón que abre la obra: “No hay nada que hacer”, inscrita sarcásticamente en un contexto trivial (la imposibilidad de quitarse una bota) nos da ya una evaluación definitiva sobre su propia situación, mientras que Vladimir se “resistirá” en todo momento a creerlo.
Si bien es cierto que en la obra de Beckett asistimos a una intensa disolución de la palabra hasta terminar en un abrazo con el silencio -su lenguaje es un lenguaje sin referentes, sin anclaje, sin tiempo ni sujeto, una mera constatación de la nada, de la ausencia, de la extinción-, en el teatro este desplazamiento de lo lingüístico tiene otra consecuencia, que consiste en la irrupción de lo gestual. Frente a la minimizacion del texto, hay una proliferación del gesto y la pantomima. El gesto suple lo que de otro modo queda inexpresado y, más aún, lo no formulable. Esta irrupción del histrionismo, del mimo confiere a sus personajes la apariencia de clowns. Algo que se aprecia muy claramente en la película Film (1965), escrita por Beckett y dirigida por Alan Schneider.
En el siguiente Dossier, el filósofo francés Guilles Deleuze (abajo, en la foto) reflexiona sobre esta película
Beckett ha convertido al héroe trágico en una marioneta, en un ser despojado que sigue necesitando, no obstante, de expiación. En su ensayo sobre Proust, Beckett escribe que “la figura trágica representa la expiación del pecado original, del primero y único pecado de sí mismo y de todos sus soci malorum, del pecado de haber nacido”. Pero el personaje enfrentado a su destino sin ningún dios al que dirigir una plegaria es un idiota, un bufón que ya no hace gracia. La tragedia se ha transformado en farsa, en guiñol. Y definitivamente no tiene ninguna gracia empezar a comprender que quizá esta caricatura sea la única imagen posible del hombre de nuestro tiempo.
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