jueves, 12 de marzo de 2009

El final de El tesoro de Sierra Madre

Basada en la novela homónina del inquietante Bruno Traven, El tesoro de Sierra Madre (1948) se convirtió en una obsesión para John Huston desde el primer momento que la leyó en 1936. Una vez que la Warner se hizo con los derechos, Huston comenzó a trabajar en el proyecto en 1941, pero la película tuvo que posponerse a consecuencia de la Segunda Guerra Mundial.

B. Traven vivío en México desde 1924 y reflejó en su novela el ambiente anárquico que dejó tras de sí la revolución mexicana contra Porfirio Díaz. Traven participó en el rodaje de la película como asistente y traductor, haciéndose pasar por Hal Croves, su supuesto ayudante.

Después del éxito de su opera prima, El halcón maltés (1941), Huston contaba con la confianza de Jack L. Warner y pudo disponer de un elevado presupuesto para rodar la película casi integramente en México. Aunque en el momento de su estreno fue recibida fríamente por el público, la película se ha convertido en un clásico indiscutible.

Hay cosas que siguen sin gustarme de esta película: su uso asfixiante de los close-ups o su direccion de actores (la locura de Bogart, por ejemplo, es una de las menos creíbles de la historia del cine, mientras que la sobreactuación de Walter Huston ahoga por momentos a su personaje en el histrionismo). Tampoco me convence demasiado el catolicismo subyacente en el film: Huston, como buen irlandés, parte de premisas definidas como pecado y culpa, que impiden una auténtica comprensión de lo que él mismo está tratando de contar. Un ejemplo: la secuencia en la que Bogart enciende un fuego en el campamento tras haber "asesinado" a su compañero es una clara metáfora de las llamas del infierno reservadas a los pecadores. Y decididamente no me gusta su vision gringa de México, caracterizado por una irreductible inferioridad, que vascula entre la humillante ingenuidad de los campesinos y el estúpido salvajismo de los bandoleros (no me extraña que en un principio las autoridades mexicanas se opusieran a la realización del film).

Sin embargo, me quedo con su jubiloso y triunfante final: esa risa última que expresa, más allá de todo discurso o enunciación, aquello que Nietzsche llamó la aceptación trágica de la existencia, hasta en lo que ésta tiene de absurdo o de terrible...


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